Concierto 13 junio: Sinfonía núm. 5 de Tchaikovsky

Concluimos nuestro recorrido por el programa del concierto del 13 de junio en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Música de Madrid, y hoy nos detenemos en la Sinfonía núm. 5 de Tchaikovsky.

 

Este será el programa completo:

 

Schwarzman: Portrait for orchestra

Brahms: Concierto para violín y orquesta en re mayor, op. 77

Tchaikovsky: Sinfonía núm. 5 en mi menor, op. 64

 

Tchaikovsky

Sinfonía núm. 5 en mi menor, op. 64

 

El temperamento cambiante de Tchaikovsky, una montaña sin duda rusa de euforias y depresiones, hizo que en los tres años anteriores a 1888 tuviera cierta parálisis compositiva, superado incluso por sus propios éxitos pasados. Su efervescencia emocional, del mismo modo que su inseguridad particular y musical, alimentaron siempre su carácter tornadizo. Cuando empezó a componer su Quinta sinfonía en 1888 —la exitosa Cuarta ya quedaba diez años atrás— aún se encontraba en fase depresiva, extenuado y sin frescura mental, con un embotamiento compositivo ineludible; pensaba que acaso era definitivo, como le escribe a su hermano Modest en mayo, fecha en que empezó a componer esta sinfonía, ya terminada en el verano.

 

Desplazarse a una casa en la que podía componer en el jardín pareció darle el aliento necesario para ganar confianza, pues sus experiencias vitales y su música siempre han estado vinculadas al máximo, y su hipersensibilidad ha servido de foco y guía de su obra. Al acabar su Quinta, escribió a su mecenas Nadezhda von Meck que creía que había resuelto bien la sinfonía, aunque creía que no estaba a la altura de la Cuarta —dedicada a la propia mecenas y que Tchaikovsky contempla como reflejo de la Quinta de Beethoven—. Esta nueva creía que albergaba cierta trivialidad y alguna artificialidad, puntos muy distantes de lo que perseguía como compositor, pura hondura. Las Cuarta y la Quinta de Tchaikovsky abordan el tema del destino del hombre, pero hora pensaba no haber dado con la tecla oportuna, no haber sabido aprehender la esencia buscada, pero, aun así, en parte indultó su propia obra.

 

El estreno tuvo lugar en el célebre Teatro Mariinski de San Petersburgo el 17 de noviembre de 1888, dirigido por él mismo, aunque el éxito obtenido, lejos de servirle de estímulo, le hundió de nuevo en la duda, pues consideraba que el aplauso no era tanto a la Quinta sinfonía en sí, sino un reconocimiento del autor por el conjunto de su obra anterior. Empezó así a encontrar de nuevo cierta falta de sinceridad en su nueva pieza sinfónica, aunque tras el éxito en Hamburgo en 1889, en una interpretación a la que acudió Johannes Brahms, empezó a creer más en ella.

 

La Quinta aborda, en efecto, el destino, que ya se prefigura en el tenebroso y patético tema del comienzo, que rápidamente nos absorbe, tema que se repite continua, cíclica y recurrentemente a lo largo de la obra, en todos sus movimientos, lo que no sucede en ninguna otra de sus seis sinfonías, aunque sí en la Sinfonía Manfred, de tres años antes. Ese denominado “tema del destino” unifica los cuatro movimientos, pero si en el primero es tétrico y fúnebre, se va transformando en un tono realmente triunfal y glorioso que domina el cuarto y último. Esta lucha y este triunfo contra el destino hizo la Quinta sinfonía de Tchaikovsky muy popular en la Segunda Guerra Mundial. Si célebre es la interpretación de la Séptima de Shostakóvich en el Leningrado inhumanamente sitiado de 1942, también lo es la interpretación de la Quinta de Tchaikovsky en idéntico lugar y circunstancias la noche del 20 de octubre de 1941, transmitida por radio en vivo a Londres y con bombardeos desde el segundo movimiento que no detuvieron a la orquesta, pues debían mantener la moral de la población asediada.

 

El tema del destino es una idea fija en esta sinfonía, al igual que aparece en otras como la Quinta (1808) de Beethoven o la Tercera (1883) de Brahms, y esta Quinta de Tchaikovsky se trata de una obra —compuesta en 1888, al tiempo que la Obertura-Fantasía Hamlet— en la que convive cierto color ruso dentro de una obra ajena a ningún nacionalismo, del que claramente huye Tchaikovsky.

 

El primer movimiento, de forma sonata, se abre sin dilación alguna con el tétrico tema del destino, con una melodía bella y perturbadora, magníficamente orquestada —como toda la obra— y con gran riqueza temática, con un segundo tema cercano a una melodía folclórica eslava.

 

El segundo movimiento, sereno y lírico en la línea magistral tchaikovskiana en estos menesteres, resulta de infinita y exquisita melancolía, una cima más del romanticismo del autor. El melódico tema lo introduce la trompa en un solo plácido y fascinante continuado por otros de viento madera.

 

El tercero es un delicado y distinguido vals rebosante de color y de gráciles melodías.

 

Y el último movimiento, que vuelve a comenzar con el tema del destino, aumenta paulatinamente su tensión y termina triunfal y arrollador, en lo que también Tchaikovsky es un consumado maestro; es una victoria sobre la oscuridad que anunciaba el destino, un explosivo clímax victorioso y arrebatador que enciende al oyente al final.

 

La obra es un conjunto continuo de emociones, desde lo espiritual y lo emotivo hasta la más fogosa exaltación.

 

Imprescindible para:

  • Contemplar el camino de una sinfonía que surge de la oscuridad y acaba en la luminosidad más absoluta y radiante.
  • Disfrutar de las continuas y ricas melodías tchaikovskianas, así como de su habilidad orquestal.
  • Experimentar el vehemente enardecimiento final, totalmente catártico.
  • Advertir que Tchaikovsky era mejor compositor que crítico de sus obras, pues fue capaz de minusvalorar grandemente una sinfonía hoy icónica en todo el mundo.

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