Nos detenemos, ahora sí, en una obra instalada en la cima del patrimonio musical universal, implantada en los dominios más precisos de lo sublime: el Réquiem de Mozart.
Recordemos antes el programa completo del concierto:
Mendelssohn
Ruy Blas, obertura, op. 95.
Schumann
Sinfonía núm. 4 en re menor, op. 120
Mozart
Réquiem, K. 626
Mozart
Réquiem, K. 626
Última composición de Mozart (1756-1791) e inconclusa por sorprenderle la muerte el 5 de diciembre de 1791, tras abordar el “Lacrimosa”, fue terminada por sus discípulos Joseph Eybler —que pronto se desentendió de la labor tras algunas labores de orquestación, así como tras incluir algunas adiciones sobre la partitura autógrafa de Mozart— y Franz Xaver Süsmayr, que tuvo casi todo el peso para finalizar la obra.
Como ya es célebre, la obra había sido encargada en 1791 por un embozado mensajero vestido de negro, velado emisario del conde Franz von Walsegg, que le pagó por adelantado la mitad de la cantidad prometida para que realizara en secreto tal obra, la cual él presentaría como suya en homenaje a su esposa, la condesa recién fallecida.
La penuria económica en la que se hallaba inmerso Mozart parece que fue la que le hizo aceptar la propuesta, espoleado por Constanze, que fue la que se dirigió a los alumnos del compositor tras su muerte para completar el Réquiem, con reconocimiento o no de tal continuidad, temerosa de tener que devolver la mitad adelantada. Mozart, que desde que se liberó del arzobispo de Salzburgo en 1781 para establecerse libremente en Viena apenas había compuesto música religiosa, acababa casi de componer en junio, para la festividad del Corpus Christi, su impresionante motete Ave verum corpus (K.618). Comenzó entonces a escribir el Réquiem en septiembre, aunque debió interrumpir la tarea hasta fines del mes por realizar algunas últimas labores de óperas suyas que se presentaron también en septiembre, La clemenza di Tito y La flauta mágica, estrenadas respectivamente los días 6 y 30. El estado de salud sumamente precario no le exoneraba de su imperiosa necesidad de componer, habida cuenta de su angustiosa miseria. La idea de que Mozart creyera que el mensajero era un emisario ultratelúrico realmente no está atestiguado y parece partir de información de Constanze poco fiable.
No obstante, su situación física le empezó a hacer notar que probablemente no alcanzara a vivir para completar la obra, pues su deterioro parecía no contenerse, lo que parece que le llevó a pensar que estaba escribiendo su propio réquiem, por lo que cada vez razonó más los distintos movimientos con Süsmayr, como estableciendo el inexcusable legado.
Mozart siguió el texto tradicional de réquiem y tomó como modelo el que escribió Haydn, fechado el 31 de diciembre de 1771 y estrenado en enero de 1772; el joven Mozart pudo asistir con su padre a las primeras representaciones del gran compositor austríaco, que fue singular maestro suyo.
El Réquiem de Mozart íntegro se escuchó por primera vez en Viena el 2 de enero de 1793, en un acto en beneficio de su viuda y de sus hijos, quizá en alguna copia que Constanze y Süsmayr realizaran en secreto antes de entregar el encargo. La representación acaso no fue conocida por el conde de Walsegg, en último extremo propietario de los derechos. Este llevó a su vez su particular estreno el 14 de diciembre de 1793, según lo estipulado, es decir, como misa por su difunta esposa, y con el nombre del conde circulando en la copia como autor.
El Réquiem hace brillar a la orquesta y muy especialmente al coro, no hace gran hincapié en el desarrollo de apartados para el esplendor solista o para virtuosismos celebrados; importa más la interpretación colectiva y se implanta en los dominios más precisos de lo sublime. Y al prescindir en la orquestación de los instrumentos de viento de madera altos, consigue un sonido suave y oscuro, no directamente celestial. Se trata de una música terrenal que concierne a los difuntos y se vincula también con los que aún sobreviven.
Transmite toda la obra a la vez serenidad y temor, esperanza y desesperanza; se mueve entre las súplicas humanas —unidas a la creencia en la salvación por Jesucristo— y la inquietud temblorosa ante el Dios todopoderoso que juzgará con firmeza al pecador; la confianza y la angustia como sensaciones simultáneas y compatibles. Todo lo que puede evocar el recuerdo de la muerte se encuentra en el Réquiem: el temor, la esperanza, la desesperación, la ira, la aflicción, el consuelo, el dolor, la resignación. La dicotomía entre el sentimiento humano y la ira de Dios establece lo más terrorífico y apocalíptico, pero la esperanza de inmortalidad, inmersa en tal indescriptible belleza musical, permite otras sensaciones: conmociona y alienta.
Desde su estricto comienzo, el Réquiem muestra su infinita seriedad y la suma intensidad con que se desarrolla, muy infrecuente en tan alto grado. Pasa por muy distintos terrenos: el impresionante y desbordante temor de Dios en el “Dies irae”; el “Rex tremendae” que implora clemencia; el “Recordare” que supone bálsamo y sosiego; las impactantes y turbadoras voces del inicio del “Confutatis”; el “Lacrimosa” en el que se interrumpe el autógrafo de Mozart… Puesto que termina el Réquiem repitiendo fragmentos del “Introito” y del “Kyrie”, la obra comienza y termina con música original de Mozart, pues los dos son completamente suyos, incluida la orquestación.
Esta obra se convirtió en la música funeral por excelencia, presente en todas las ocasiones más destacadas al respecto, tanto en los ámbitos personales y privados como en los institucionales, ya que aunaba la espiritualidad más acendrada y seria con el aire mundano más artístico y terrenal.
Asombrosamente, el incomparable genio que murió a los 35 años mientras componía un réquiem de altura magnífica, entregó su vida en la miseria, no tuvo ningún funeral oficial y fue enterrado en una fosa común cuyo lugar exacto desconocemos.
Imprescindible para:
- Experimentar el último sentimiento mozartiano, lo que habitaba su mente en sus postreros instantes.
- Escuchar una de las grandes cumbres de la música fúnebre y religiosa, una cima del patrimonio musical universal.
- Asistir a una hora de absoluta conmoción emotiva y artística.
- Experimentar la grandeza y el estremecimiento que producen sus sublimes coros.
- Apreciar la religiosidad en un estado absorbente por su magnitud envolvente y rotundo por su vigor.
- Escuchar una obra de una intensidad única.
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