Concierto 4 abril: Sinfonía «Del nuevo mundo» de Dvořák

Continuamos nuestro recorrido por el programa del concierto del 4 de abril en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional, y hoy nos detenemos en la Sinfonía «Del nuevo mundo» de Dvořák.

Este será el programa completo:

Dvořák: Obertura Carnaval, op. 92

Barber: Concierto para violín y orquesta, op. 14

Dvořák: Sinfonía núm. 9 «Del nuevo mundo» en mi menor, op. 95

Dvořák
Sinfonía núm. 9 «Del Nuevo Mundo» en mi menor, op. 95

Algo cambió en la música de Estados Unidos cuando la filántropa Jeanette Thurber, fundadora del Conservatorio Nacional de Música de Nueva York, ofreció a Antonín Dvořák su dirección en 1892, cargo que ocupó hasta 1895. Las condiciones eran extraordinarias y el compositor checo aceptó encantado y vivió allí una experiencia transcendente para la música en general. La intención de ese mecenazgo era la creación de una escuela nacional estadounidense, encontrar sus fundamentos propios, para lo que curiosamente se importaba el buen hacer de un compositor europeo, de un gran compositor de Bohemia. Durante la estancia de tres años en su puesto neoyorquino compuso obras tan renombradas como el Concierto para violonchelo o el Cuarteto americano, pero sin duda la obra de mayor importancia es la Sinfonía n.º 9 ‘Del Nuevo Mundo’, compuesta en 1893 y que resulta una de las piezas de mejor recepción de la historia musical. Su transcendencia es tal que no solo es una de las obras más difundidas del planeta…, sino que lo ha sido hasta en su satélite, pues Neil Armstrong llevó una grabación de esta sinfonía a la Luna en 1969, con motivo de la primera llega del hombre en el Apolo XI.

Dvořák investigó las músicas populares americanas y profundizó en lo indígena, en las músicas nativas y en las músicas afroamericanas, todo ello para conformar la esencia del espíritu nacional propio de Estados Unidos, pero todo esto se mezcló en sus obras con su espíritu bohemio en la búsqueda de la identidad sinfónica estadounidense, en la creación de un estilo americano. No cabe entender que sea un compositor nacionalista checo sin más, aunque en sus composiciones inserte lo literario, legendario e histórico checo, y aunque su música esté impregnada de melodías y ritmos de su tierra, pues en realidad Dvořák se inserta en la tradición europea de Haydn, Mozart y Beethoven, o posteriormente de Mendelssohn o de Brahms, siempre asentados en las formas y diseños clásicos. Brahms, admirador de la riqueza musical y de la intuición melódica de Dvořák, fue el autor que más influyó, incluso personalmente, en la vida y obra del bohemio, al que incluso hizo pasar un buen tiempo en Viena para avanzar en sus estudios, así como recomendó al checo a su editor Fritz Simrock, tras lo que la obra de Dvořák despegó y se abrió el compositor a los círculos de músicos y directores cercanos a Brahms.

Sea como fuere, Dvořák estudió las músicas americanas de diversos orígenes culturales y tomó prestadas texturas y temas, pero no de manera directa, sino como mera reelaboración de lo que le había servido vaga o someramente de inspiración, sin contar con que algunas músicas habían llegado a América procedentes de motivos europeos. El autor afirmó que no se trataba de tomar melodías de las plantaciones, sino de estudiarlas hasta sentirse tan permeado por ellas que pudiera crear algo en armonía con ellas, esto es, crear temas originales, desarrollados a la manera clásica, que incorporaran las características de la música nativa. En suma, la inspiración o la influencia americana no debe hacer olvidar que estamos ante una obra eminentemente checa, aunque su autor, tras su llegada a Estados Unidos, abandonó algo de la complejidad de sus obras sinfónicas y de cámara de la década de 1880 y crea ahora una Sinfonía del Nuevo Mundo con melodías espléndidas, con un dinamismo rítmico magistral y con una inolvidable brillantez de color. Nada semejante se había compuesto hasta entonces en América; era la mejor obra escrita nunca en el continente y una de las cimas del Romanticismo musical con la que se sentaban las bases de la música en Estados Unidos.

El ambiente del país, sus amplios espacios geográficos o la síntesis de distintas culturas están presentes en la Sinfonía del Nuevo Mundo, compuesta entre enero y mayo de 1893 tras el encargo de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, que la estrenó en el Carnegie Hall el 16 de diciembre de 1893 bajo la dirección del húngaro Anton Seidl, director de gran influencia wagneriana. La prensa dijo que nunca nadie había tenido tal éxito, las ovaciones tras cada movimiento fueron inconmensurables y el autor tuvo que saludar desde el palco en numerosas ocasiones. Por supuesto, la difusión por Europa y América de la sinfonía fue inmediata.

El primer movimiento aúna lo tradicional checo con lo espiritual tras una lenta y algo oscura introducción, y en el muy célebre largo del segundo, de fascinante melodía encabezada por el corno inglés, se expresa un sentimiento anhelante y nostálgico indescriptible. El scherzo del tercer movimiento, molto vivace, es una agitada danza eslava y, como en todos los movimientos de la obra, a la manera romántica, se citan o recuerdan los mismos temas; Dvořák escribió que este scherzo se inspiró en la fiesta en la que los indios bailan en La canción de Hiawatha, poema épico de 1855 escrito por el escritor estadounidense Henry Wadsworth Longfellow. Por último, el allegro con fuoco del cuarto movimiento, con inicio de metales semejantes a una marcha, representa un final espectacular y triunfante que termina con un nuevo desarrollo de los temas anteriores de la sinfonía, magistralmente expuestos en dinámica cambiante que llevan a la apoteosis final entre sucesivos empleos excitantes del fortissimo.

 

Imprescindible para:

 

  • Sentir la exquisita fluidez musical de una de las sinfonías más consagradas de la historia.
  • Reconocer las raíces europeas, en este caso bohemias, de los ansiados inicios del sinfonismo nacional estadounidense.
  • Entender el modo de reinterpretar las influencias externas y adaptarlas al modo propio de componer, reinterpretando y no copiando.
  • Disfrutar de una joya. Sin matices.

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