Concierto 7 mayo: Novena Sinfonía de Beethoven

Concluimos nuestro recorrido por el programa del concierto del 7 de mayo en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Música de Madrid, y hoy nos detenemos en la Novena Sinfonía de Beethoven.

 

Este será el programa completo:

 

Mendelssohn: Obertura Trompeta en do mayor, op. 101

Mendelssohn: Salmo núm. 42, op. 42

Beethoven: Sinfonía núm. 9 ‘Coral’ en re menor, op.125

 

Beethoven
Sinfonía núm. 9 ‘Coral’ en re menor, op. 125

La fecha de 7 de mayo de 1824 ha quedado grabada en el imaginario colectivo de los melómanos como uno de los hitos más sobresalientes de la historia de la cultura y de todas las artes, pues en ella tuvo lugar en el Theater am Kärntnertor de Viena el estreno de la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven (1770-1827), considerada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Como tal se registra desde 2001 la partitura autógrafa conservada en la Biblioteca Estatal de Berlín. Se trata, además, de la última sinfonía completa del autor, lo que más adelante dio pie a la creencia en una cierta maldición que impedía componer la décima a todos los compositores.

 

La ocasión es tan especial, que ahora que se cumplen doscientos años, en cuya fecha exacta la programa la Fundación Excelentia, conviene recordar lo que supuso aquel fausto día y cómo se desarrolló.

 

Cabe retrotraerse a 1817, fecha en que la encargó la Sociedad Filarmónica de Londres y en la que Beethoven ya empezó a tomar ciertos apuntes para el proyecto, así como decidió la tonalidad en re menor y la inclusión de voz en la sinfonía, lo que hasta entonces nunca se había llevado a cabo, al menos entre compositores relevantes. No obstante, el grueso de la composición le ocupó a su autor entre el otoño de 1822 y febrero de 1824.

 

Como sus últimos estrenos en Viena no habían tenido tan magna acogida como los anteriores —Beethoven creía que había cierta mutación de la moda y que ahora allí el gusto prefería la música italiana, con Rossini a la cabeza—, pensaba llevar el estreno de su Novena a otro lugar, acaso a Berlín. Esto trascendió en la capital austríaca y en seguida se desató una activa campaña para lograr que la nueva sinfonía del autor de Bonn ofreciera su primera representación en Viena. Así, una gran cantidad de hombres de cultura y amantes de la artes, reconociéndose como admiradores de Beethoven, escribieron una extensa carta que publicaron en algunos periódicos, en la que le animaban a presentar en Viena su próxima sinfonía tan esperada ante ellos, sus ardientes incondicionales vieneses. Esto pareció conmover a Beethoven, que condescendió con tan solícita y rendida demanda.

 

Beethoven hubiera querido terminar la Novena antes, pero la composición simultánea de su grandiosa Missa solemnis no le permitió adelantarla. De hecho, en el concierto del 7 de mayo de 1824 se ofreció su obertura La consagración de la casa op. 124; el “Kyrie”, el “Gloria” y el “Credo” de la Missa solemnis op. 123 —a modo de himnos, pues la música sacra solo se podía interpretar en lugares sagrados—; y la Novena sinfonía op. 125 en último lugar.

 

La sala se encontraba repleta de público —se encontraban, entre otros, Schubert o Czerny—, a excepción del palco de la familia imperial, pues sus miembros no acudieron, aunque se les esperaba y algunos habían confirmado su asistencia. Sí acudió el canciller austríaco Klemens von Metternich. Cuando se publicó la primera edición de la partitura en Maguncia en 1826, en la célebre editorial musical Schott, no dedicó la obra a ningún miembro de esta familia, sino al rey Federico Guillermo III de Prusia, uno de los grandes enemigos de Napoleón y fundador en 1815 de la Santa Alianza para el mantenimiento del absolutismo monárquico europeo y para la erradicación en el continente de las ideas de la Revolución Francesa. Recordemos que la dedicatoria de la Tercera sinfonía a Napoleón la rompió Beethoven cuando aquel se autocoronó como emperador en diciembre de 1804. El cambio es significativo.

 

La ocasión del estreno fue aún más especial, por cuanto Beethoven hacía doce años que no se presentaba en escena, e incluso fue la última vez en vida que lo hizo, cada vez más enfermo y aislado en su casa. El aparato orquestal fue grandioso, pues a la orquesta del propio Teatro Kärntnertor se unió la de la vienesa Sociedad de Amantes de la Música e incluso se sumaron algunos instrumentistas más de altura. Nunca había contado con una orquesta tan numerosa Beethoven, que estuvo en el escenario siguiendo una copia de la partitura y marcando los tiempos, aunque el director oficial fue Michael Umlauf, titular de la orquesta.

 

A pesar de los pocos ensayos realizados, el estreno resultó un éxito sin paliativos, con clamorosas y desbordantes ovaciones no solo al final de la sinfonía, sino tras cada movimiento, muy especialmente tras el segundo, tras el scherzo, que el compositor ubicó delante del movimiento lento, que pasó a ser el tercero, al contrario de lo habitual. Es en medio de este scherzo, y no al final, cuando algunos dicen que el público interrumpió con sus aplausos la ejecución —hubo que reiniciarlo desde el comienzo— y Beethoven, ajeno por su sordera a lo que sucedía, y algo desorientado en consecuencia, fue instado por la contralto Karoline Unger a volverse hacia el público para ver el entusiasmo general.

 

La acogida final de la obra resultó apoteósica entre un público que ya de antemano se había declarado incluso por escrito rendido al genio de Bonn. La inclusión por vez primera de la voz en una sinfonía fue una innovación que cuajó de un modo extraordinario por la especificidad de la letra: la Oda a la alegría—conocida después como Himno a la alegría— que Friedrich Schiller (1759-1805) escribió en 1785 y revisó en 1803, y que Beethoven había querido musicar desde su juventud. En realidad, los primeros versos que se oyen en la sinfonía, en la entrada del barítono, son una breve introducción escrita del propio Beethoven: “Oh, amigos, no cantemos estos sonidos, sino otros más agradables y llenos de alegría”. Y a renglón seguido empieza la oda de Schiller, convertida en una manifestación de libertad y de fraternidad, en la que se exhorta a la humanidad a abrazarse a millones. Esa abierta apelación a la fraternidad, subyacente en toda la sinfonía, hace que constituya el himno oficial de la Unión Europea.

 

Pocas obras han influido en tan gran medida en grandes compositores —Brahms, Berlioz, Schubert, Wagner, Bruckner, Mahler…— ni pertenecen al conocimiento generalizado mundial. Quizá ninguna.

 

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